INFOSHOW
Un gallo para Esculapio
Tenemos que hablar de Peter Lanzani (y de Chelo)
El actor sorprende desde la primera escena y se consagra definitivamente en esta nueva ficción policial que se devora de un tirón.
Nada sobra en los nueve capítulos de Un gallo para Esculapio, la miniserie que marca el regreso de Bruno Stagnaro a la realización. El creador de Okupas, y codirector, junto a Adrián Caetano de Pizza, birra y faso, la película que se señala fundadora del Nuevo Cine Argentino, camina aquí por el territorio que más le interesa, el del submundo de la delincuencia y la marginalidad, ahora en el Conurbano bonaerense, a pasitos del Obelisco.
Después de El Marginal, este mundo de transas, tumberos, delincuentes pichis y, ahora, la mafia de piratas del asfalto, Un gallo marca la continuidad de lo marginal en el interés de realizadores, y espectadores. Si poco tiempo atrás los productores huían de los proyectos vinculados a este universo, ahora parece haberse impuesto la mirada inversa, al punto que cabrá preguntarse si la temática no llegará pronto a saturar un poco. Claro que el género policial, ya lejos de la clase media baja, goza de buena salud en las ficciones nacionales, para cine o TV, basadas en hechos reales o en novelas, como prueban Historia de un Clan y El Clan o las recientes El jardín de bronce o La fragilidad de los cuerpos, la próxima El Ángel, sobre Robledo Puch.
Un gallo para Esculapio es, entonces, un policial, y uno realista, sucio como el vocabulario, florido en puteadas y refraneros de la lleca, que escupen sus personajes como una ametralladora. En común con la recordada Okupas tiene la estructura, armada alrededor del sapo de otro pozo, el tipo que cae en un mundo al que no pertenece y tiene que adaptarse, hacerse de abajo. Entonces era el personaje de Rodrigo de la Serna el que venía de otro palo -o de otra clase social-. Ahora es Nelson, interpretado por un Peter Lanzani que sorprende desde la primera escena, cuando abre la boca para sonar con acento de Misiones, con un gallo de riña en una bolsa y mirada de "yo no fui".
Imposible no bajar el martillo y decretar la consagración absoluta del ex Casi Ángeles, el pibe sonriente y buenmozo con el que fantaseaban las adolescentes de los primeros dos mil. Con el Alejandro Puccio de El Clan, su muy buen protagónico en la fallida comedia de acción Sólo se vive una vez o interpretando ¡catorce! personajes sobre el escenario del Cultural San Martín en El Emperador Gynt de Ibsen, teatro clásico del difícil, ya se había ganado el respeto y la admiración que merece un intérprete en serio. Lo de Nelson es, ahora, extraodrinario: un pibe cándido, bueno, del interior que aterriza en Liniers buscando a su hermano Roque, al que apodan, se entera, Piñón Fijo, y que no aparece por ninguna parte. Lo llaman campesino, le dicen berenjena. Fue tarefero, no tiene nada más que a su gallo campeón, y parece medio opa, pero ¿es o se hace? ¿Quién es? Un verdadero misterio, el antihéroe con los matices y las aristas de los mejor escritos que se hayan visto en la televisión argentina, caramelo para un actor de raza como Lanzani. Y un personaje que también cruza, como la serie toda, estaciones clásicas del género: romance, drama, heroísmo en la acción.
El Nelson de Lanzani se mueve, con sus alpargatas de pajuerano y su acento cantadito, en un territorio que tiene dueño: el Chelo Esculapio, el veterano que maneja todo el negocio, otra creación para la historia de la ficción vernácula gracias a la vida que le insufla Luis Brandoni. Es una vida torcida, sinuosa, de un capomafia tan capaz de meter miedo, con una mirada de costado, como de exponer su costado más vulnerable y -de la manera más extraña del mundo-, tierno. En este universo de perdedores, es tan brusca la violencia omnipresente como el cariño, que no conoce de correcciones políticas. Y si uno es puto, negro o kungfu el de los ojos rasgados, Chelo es viejo. Un jefe que dobla en años a los que trabajan para él, tanto en el negocio del secuestro de camiones como en el de las peleas de gallos, y que por lo tanto habla en un lenguaje anacrónico, de siniestra elegancia, que se choca con el mumblecore callejero de los pibes y que Brandoni hace brillar en cada frase.
Y se mueven también, estas criaturas sin escrúpulos, en el chirriante paisaje del Conurbano. La fotografía inspirada de Gastón Girod, a juego con el guión de Stagnaro y sus coguionistas (entre los que se encuentra Ariel Staltari, el actor que interpreta a Andrés-Loquillo, un personaje central) le sacan el jugo a esos horizontes de monobloques, esas rutas encharcadas, ese tenebroso Mercado Central nocturno, esos puticlubs, esos bares de mala muerte donde Chelo, aunque viva en una pequeña mansión, se siente en casa. Encuadres y climas de western, que hacen del lavadero donde Nelson consigue trabajo una especie de saloon del Conurbano, con sus objetos precisos, hallazgos de una dirección artística y una puesta impecables, además de su estupendo elenco.
En el debe, habría que anotar cierta impostación de lo marginal en algunas situaciones y caracterizaciones pasadas de rosca, un poco forzadas, en los dos primeros capítulos. Pero tan pronto crecen y se adueñan de la trama estos malos queribles, Un gallo levanta un vuelo alto. Y se devora de un tirón, como las buenas novelas policiales.
Sábado, 26 de agosto de 2017