INDIO SOLARI
Un infierno celestial
Una crónica y una opinión sobre el recital del Indio Solari en Mendoza. Lo que se vive, lo que significa y lo que dejan esas horas en las que un ritual se inicia y lo cotidiano se vuelve extraordinario.¿Este insomnio de quién es? se pregunta Luzbelito, que habla con ritmo de melodía a través de la voz gastada, del cuerpo lento de andar pero rápido de reflejo. Es Indio que sale y llueve, casi como si el ritual se cumpliera por designio del destino, entre el chaparrón que cae, como tus lágrimas.Ahí estaba, quieto ante la multitud. Intacto, heroico, mágico.
Como salido de un cuento lleno de plegarias lanzadas al viento.Ahí estabas, ahí te vi, llorando, entendiendo que cada poema se aferraba a tu alma para mostrarte otra vez una parte de la realidad que nos toca vivir en este día y cada día.
Ahí estaban, los sentí, esa banda amiga dispuesta a jugarse todo en el mismo paño sin importar ni el destino ni el final.
Él está allá, inmenso en el escenario, tan lejos y tan cerca del corazón. Pero vos, acá, llorás tan bien que hasta se detiene el tiempo entre la multitud. ¿Qué más que eso, que la lágrima, para hacer amor del cuero?
Ese mito que se construyó sobre Patricio Rey, que en la nebulosa de la noche se confunde entre la voz de Solari, que es el Indio; anda hecho espíritu entre las manos que se agarran en la noche de Mendoza. El mundo, ese gigante que gira casi todos los días, hoy no lo hace porque comienza (o termina, quien sabe) otra historia de esas que tienen síntoma de amor, de pasión, de encuentro interminable y eterno. Hoy el mundo, es acá.
Puede ser de a dos, pero también tormenta. Las guitarras despiertan hasta el Dios que llevamos dentro. Y la melodía nos invita al baile, al abrazo y al recuerdo, porque si algo tienen las canciones de Solari es la melancolía en el ADN, es la memoria entre sus versos, es la invitación a un pasado que nos lleva al patio de un amigo, a la esquina donde juntábamos tribu, al asfalto gastado de patear soles hasta anochecer. Ese misterio, que parece encandilar a miles de fieles, tiene en la interpretación de la amistad como culto uno de sus mayores méritos.
La redención popular con el único cristo que anda vivo en el rock nacional se ha vuelto cuestión de observadores y analíticos. Todos de afuera, un toque de lejos, como si pinchara. Intentemos acercarnos a eso que formamos en multitud y que se activa cada vez que el indio jefe llama. Ese llamado es premisa, tanto que hasta el calendario cobra nueva forma y todo se divide en antes o después del Indio. O mejor dicho antes o después de cada misa. Una más y van...
Durante las horas, días, que seres de todos los rincones se reúnen en procesión hacia cualquier lugar del país que Solari diga, la hermandad y la solidaridad son los valores que se pregonan. Hay algo muy claro: lo que al otro le falta y uno lo tiene, todos lo tienen y a nadie la falta. No hay mezquindad ni miramientos. Y aquí hay un mojón para detenernos y empezar a comprender el fenómeno: desde la mística, que existe y no sabe de billetes, se igualan todos. Ahí, bien cerquita del fuego.
Y así, todos como primos hermanos, más hermanos que primos, saltan y se agitan. Mejor dicho, saltamos y agitamos, en una celebración que tiene tanto de previa como de clímax. El zenit es verlo (¿verlo?) a Solari y escuchar su voz. La música invita a la danza amiga para hacer más sonido que ruido. Porque saltando todos desperdigados, sin compás, haremos berrinche. Ahora si, como pasa, nos abrazamos al de al lado y despegamos hasta el cielo sin estrellas que nos miren, entonces ahí estamos aportando al arte.
Pero si algún trasnochado cree que la multitud es solo producto de la cultura del aguante y nada más, detrás de esos pasos, de las detonaciones que crecen desde abajo y llegan hasta quien sabe dónde, hay una voz que lanza versos que envenenan los corazones. Es de mucho atrevimiento, porque la historia tal vez lo ha signado como “el Discépolo del rock nacional” (gracias compañero Tom Lupo por la fantástica cita). Pero es necesario reventar los elogios para la poesía de Solari, en versión Redonditos y en versión Fundamentalista. Sus letras son carteles, tatuajes, banderas, son paredes que nos hablan, serán lápidas de mártires o posdatas de amor que nunca llegarán. Pero sin dudas, el Indio le pone la voz a lo que antes no pudo haber escrito con su mano sino con su corazón latiendo. Y como toda gran obra de arte, como la sal en las recetas, tiene la bondad de dejar la interpretación y el verdadero sentido a gusto del consumidor. Que habla del abandono, del país que uno quiere, de la novia que lo dejó, de la traición efímera, del barrilete que anda sin piola, de los viajes sin destino y vaya uno a saber de qué más. De todo eso o de la vida. O del amor. Uno elige, todos cantamos, siempre sentimos.
El engaño es creer que el acontecimiento está fuera de los parámetros de lo cotidiano. Por el contrario, es la exacerbación de nuestras convicciones. Porque ese pequeño cuerpo de 60 y tantos que canta para cientos de miles tiene bien claro su mensaje político. Desde aquel llamado “de regreso a oktubre” hasta las reivindicaciones, solemnes y a su estilo, de lo que millones de argentinos sentimos como una década ganada. De aquellos años ’90 que nos excluían a palazos a este 2013 que convoca a la multitud en paz, sin violencia ni exclusión. Porque como dijo en Mendoza, “parece que el futuro está acá”.
El recital, esas dos horas mágicas de canciones que nos hieren como puntadas certeras y al instante nos sanan como caricia de madre, es el coralario del encuentro esperado, de la peregrinación a la par, de las banderas flameando. Es el hecho cultural más importante de la historia del rock argentino. Es el pueblo movilizado a ver al Indio, él que le pone letra al sentimiento de todos. Es el amor más eterno del que ha sabido un artista con su público. Es la reivindicación popular más fuerte y más notable.
Ni la lluvia, ni el frio, ni las tempestades detienen el andar crujiente de los sueños que caminaron por Mendoza, y antes por Tandil, Junín, Córdoba, Salta y toda la Patria. Y seguirán andando.
Tal vez suene como una locura, pero ni el cuerpo le puede pedir a los sueños que paren. Es cómo aquello que uno siente y no controla, que lo abarca todo y lo estruja hasta secarle el lomo. Que lo hace uno ser lo que es, mejor de lo posible, entre todos, como una redención invencible.
Jueves, 17 de octubre de 2013