SER PADRES
Mamá a los 40
Siempre he sido muy sana. Casi ni me resfrío, tengo, lo que se llama vulgarmente, “guata de cachureos” porque nunca me duele el estómago. Tengo todos mis dientes (muelas del juicio incluidas) y apenas tengo una tapadura; mi vista es privilegiada según el oftalmólogo y no tengo idea lo que es la alergia. Sin embargo, a los 44 años me diagnosticaron cáncer a una mama.
Lo primero que pensé cuando el doctor me dijo que palpaba una “pelotita” en una de mis pechugas es qué iba a ser de la Ángela sin mamá, tan chiquitita. Lloré mucho pensando sólo en ella. No pensaba en mi, en los otros niños ni en Diego. Sólo en ella, porque Matías y Mareclo ya tenían sus vidas encaminadas.
La Joya no dependía de mí, su madrina se la llevaba en los veranos a playas exquisitas, en el invierno a la nieve y vivían pendientes de ella. Diego chico siempre estaba con su papá, eran los compiches más grandes, pero mi guagua…
Fueron días horribles entre que el médico me hizo la biopsia hasta que lo confirmaron. A los pocos días me operaron por primera vez. Me extirparon el “porotito” y la pechuga entera. Después empezaron los tratamientos horribles que soporté con mucha más fuerza porque no quería agregar un sufrimiento más a mis hijos, que ya bastante mal lo pasaban. Estaban asustados, menos la Mocho, que no entendía bien lo que pasaba, aunque sabía que la vida de todos se había alterado. Lloraba mucho, sufría cada día, pero no por padecer cáncer, sino porque no podía dejar a mi amada Mochito solita, sin su mamá.
Pasó un año, me reconstituyeron mi pechuga y soporté la quimio bastante bien. Se me cayó poco el pelo (muy poco) y los malestares no fueron tan terribles como me habían advertido. Durante un año estuve más cerca de todos. Me aferré a ellos y por su intermedio, a la vida. No estaba dispuesta a dejar a mis amados hijos y menos a mi chiquitita, indefensa, rica, dependiente, cercana y sobre todo, inocente amada hijita.
Me recuperé bien y con el correr del tiempo los temores se fueron alejando. Los resultados de los exámenes siempre fueron negativos y según el doctor, no había ni rastros de la enfermedad. Cuando me dieron de alta, nos fuimos con los niños y Diego a la playa, a celebrar. Fue una especie de catarsis y ahí conversamos, todos juntos, sobre la Ángela y la indefensión en la que quedaría si Diego o yo le faltamos. Ahí sus hermanos mayores hicieron un compromiso con nosotros que nunca la iban a dejar solita y que se encargarían de ella hasta el último de sus días.
Al final, fue un año de pavor que viéndolo a la distancia, lo agradezco. Me preocupé por mí. Me di cuenta de que no soy indestructible como lo había pensado hasta el fatídico día del diagnóstico. También comprobé lo que siempre sospeché: tenía una familia maravillosa, con un marido único y cinco hijos a los que amo con toda mi alma y que no podían ser mejores.
Nota: Han pasado muchos años y ya no me hacen exámenes. Nunca volvió el cáncer y excepto una cicatriz casi imperceptible, no quedan huellas visibles.
Martes, 19 de marzo de 2013