Por Hugo Asch : NO AL RACISMO
Elogio del pelotazo de Boateng
“Soy Jack Johnson. Campeón mundial de los pesos pesados. Soy negro. Nunca me permitieron olvidarlo. Está bien. ¡Soy negro! Nunca les permitiré que lo olviden.”
Voz en off del actor Brock Peters en el documental “Tributo a Jack Johnson” (1970), dirigido por Jim Jacobs y con música de Miles Davis.
Que no, que sí, que ni. Basta de Riquelme. Esta vez quiero escribir sobre un crack lejano: Kevin-Prince Boateng, volante del Milan, nacido en Berlín pero de origen ghanés. Hace días fue noticia cuando se fue en medio de un partido de pretemporada, indignado por un grupo de ultras que se burlaba del color de su piel.
Pocas cosas dejan tan expuesta la estupidez humana como el racismo. Un racista es, ante todo, un imbécil. Pero peligroso; pues en ciertas circunstancias puede contagiar, como un virus.
Esa perturbadora certeza debe haber influido en mí, pues más de una vez me sorprendí pensando como el Woody de Manhattan, que cuando supo que unos nazis marcharían en Nueva Jersey les propuso a sus amigos: “¡Hey, consigamos unos bates, sumemos a otros y vayamos para allá! He leído un devastador artículo sobre ellos en el Times, pero creo que con palos podremos convencerlos mejor”. No está bien, lo sé. Pero hay límites. Este es uno.
El jueves pasado, el Milan jugaba contra el Pro Patria, un club de cuarta división, en Busto Arsizio –ciudad natal de la mítica cantante Mina–, en Varese, Lombardía. A los 26 minutos, harto de cantos racistas, Boateng tomó la pelota con las manos, apuntó hacia la tribuna que lo martirizaba y empalmó una furibunda volea. Se quitó la camiseta y dijo: “No juego más”. Lo mismo hicieron el francés de padres senegaleses M’Bayé Niang, el ghanés Sulley Muntari y el resto del equipo. La mayoría del estadio, avergonzada, aplaudió la decisión.
Antes de salir, Boateng, más perplejo que rabioso, se tocaba la sien con su dedo: “¿Qué pasa? ¿Están locos?”, parecía preguntar. Massimiliano Allegri, técnico del Milan, lacónico y triste, dijo: “Italia debería ser un poco más civilizada e inteligente”. Fue vergonzoso. Y también un síntoma. Cuidado. No olvidemos el huevo de la serpiente del que nos habla Bergman en el final de su estremecedora película.
En el colegio nos enseñaron que teníamos los cuatro climas, que el mundo envidiaba nuestra inagotable riqueza y que recibimos con los brazos abiertos “a todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. Sin embargo, el relato de los primeros inmigrantes del siglo XX –que no eran intelectuales alemanes o ingleses, como soñaba Sarmiento, sino trabajadores de las zonas más pobres de España, Italia o Polonia, y anarquistas, que pronto crearían sindicatos y liderarían huelgas reprimidas a sangre y fuego– no coincide con esa idílica idea de calidez y buen trato.
Había muchos cabos sueltos en esos horribles manuales de Historia que nos obligaban a leer. Nunca entendí, por ejemplo, por qué llamaron Conquista del Desierto a la acción militar de Roca, si esas tierras no eran un desierto. Allí vivía gente. Masacrada, claro, en nombre del progreso. Un genocidio similar al norteamericano, pero con una diferencia: al menos ellos poblaron esas tierras con esforzados colonos civiles; no las repartieron entre militares y un puñado de familias patricias.
La inexistencia de racismo en este país sin negros es otro mito. A ver: ¿cómo llamamos a todo lo que se sitúa más allá de Buenos Aires? “Interior”. ¿Interior de qué? Del puerto, obvio. Ah. Empezamos mal, compatriotas.
Primero fueron los cabecitas negras, esos “que hacían asados con el parquet de las casas que les daba Perón”. Después, el humillante mote: villero. Eso le gritaban a Houseman los hinchas rivales, tan pobres como él pero con casa de material. Villero.
Aniquilada la movilidad social por el Proceso y diez años de menemato, nació –como en los 60 se impuso en Harlem, el Bronx y en cada gueto la consigna “Black is beautiful” sustentada por la lucha de Malcolm X, LeRoy Jones, los Black Panthers, Muhammad Alí y los músicos de free jazz– el fenómeno de la cumbia villera. Una desgracia para mis oídos –sería hipócrita si no lo confesara–, pero también la primera manifestación cultural de clase en años. Cuando irse de allí era imposible y las villas crecían, nació el “Villero is beautiful”. Con su propia música y su estética, lograron una identidad que nunca antes tuvieron. Ser villero dejó de ser un insulto.
Los “pibes chorros” y la marginalidad no nacieron por generación espontánea. Alguien –algo– creó ese monstruo que hoy aterra a la clase media. La droga hizo lo suyo y hoy todos repiten mecánicamente el eufemismo: “Inseguridad”. Y si algo faltaba, se sumó la inmigración de otros países sudamericanos que altera los nervios del enano fascista que vive en el interior de tantos.
Cada vez que juega River, repiten una ceremonia absurda: paran el partido por los cantos discriminatorios contra Boca: “… Son la mitad más uno de Bolivia y Paraguaaay”. En internet la cosa se agrava, y no siempre desde el anonimato. “Esa escoria sudaca viene a robarnos el laburo: les damos casa, comida, planes, y así nos pagan”, escribió en la web de Olé desde su Facebook, sutil como un mamut en una cristalería e indignado por la violenta deportación de Matos de México, un lector nativo… con apellido centroeuropeo, como el mío. ¿Y tu familia, colega, de qué barco habrá bajado? Ay.
Mejor recurramos a la ironía. Repetiré, entonces, la célebre sentencia que atribuyen a Einstein: “Sólo existen dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y no estoy tan seguro de la primera”.
Ya habrá tiempo de escribir sobre el Enganche Melancólico y sus insondables misterios. Pero no este domingo, muchachos. Perdón. Hoy quisiera que seamos, todos, esa furiosa volea de Boateng, directo hacia el corazón de los idiotas de este mundo.
Domingo, 6 de enero de 2013