Por Ernesto Tenembaum (INFOBAE)
La confusión está clarísima
Algunas personas sostienen en estas horas, con cierta ingenuidad, que la crisis financiera que agitó a la Argentina ya terminó porque el dólar cerró un poquito para abajo el viernes, luego de medidas del gobierno nacional que supuestamente fueron valientes y acertadas. Otras consideran que el alivio será transitorio y que aún habrá que soportar temblores.
Tal vez sea momento de reconocer, o al menos de admitir como hipótesis, que el presidente Mauricio Macri y su equipo deberán actuar con extrema lucidez, autocrítica y precisión si pretenden evitar el estallido de una nueva crisis. Mucha gente se enoja cuando alguien marca que ese riesgo existe, como si el mero señalamiento contribuyera a incrementar las posibilidades de un desastre. Es un clásico. Pero la negación no ha sido nunca el método apropiado para enfrentar problemas realmente graves.
Basta enumerar algunos datos para describir el panorama que enfrentan Macri y su equipo. En pocas semanas, se fueron del país siete mil millones de dólares. Es una cifra que bate récords en comparación con cualquier otro momento de la historia argentina. La moneda se devaluó entre un 12 y un 20%, depende de qué fecha de inicio se tome. El riesgo país, que es una manera de medir el costo del financiamiento, creció de un modo abrupto. En ese contexto, para evitar daños mayores, el Banco Central subió la tasa de referencia al 40% anual. Ese tipo de herramienta solo es aplicada por países que tienen problemas muy dramáticos: ¿por qué otra razón alguien pagaría semejantes intereses? ¿Quién le prestaría a un país que reconoce de esta manera sus problemas? ¿Por cuanto tiempo?
El jueves por la tarde, en medio de la corrida, Elisa Carrió fue a la Casa Rosada. Al salir, anunció: "Vengo a llevar tranquilidad al pueblo argentino". Con menos voluptuosidad, el jefe de Gabinete, Marcos Peña, dijo algo parecido: "No tenemos que asustarnos". No es lo que aconsejan los manuales pero, al menos, ambos registraron algo de las sensaciones que iban ganando a la sociedad: la intranquilidad y el susto. Cuando el dólar sube de esa manera, todo se sacude en la Argentina: el futuro de las personas, su capacidad de llegar a fin de mes, su sueño, su vigilia, el Gobierno.
En pocas semanas, se fueron del país siete mil millones de dólares
El viernes, al parecer, las cosas se calmaron un poco porque el peso se apreció un 5%. ¿Fue eso lo que ocurrió? El relato oficial, encargado al ministro Nicolás Dujovne, sostiene que el dólar bajó gracias a los anuncios del Gobierno: la subida de tasas, la decisión de imponerle a los bancos que liquiden parte de sus activos en dólares y los anuncios de reducción de déficit.
Pero hay una versión alternativa cuya certeza se podrá evaluar en las próximas horas. El pico más alto del dólar se produjo a las 15:59 del día jueves, apenas un minuto antes del cierre de la ronda. En ese minuto clave, entró un pedido de compra por una cifra insignificante: un millón de dólares. Si el Banco Central vendía, el cierre de ese día hubiera sido de 21,30 y no de 23. Como no lo hizo, el preció saltó. Qué pasó, por qué nadie vendió a un precio razonable, por qué no se evitó de manera tan sencilla la sensación de descalabro, es una pregunta criteriosa y extendida. Hay otra, aún más delicada.
Si el cierre razonable del jueves, sin ese extraño gambito del último minuto, hubiera sido de 21,30, el viernes, después de las medidas, ¿el dólar subió o bajó? Es decir: ¿fueron eficientes los anuncios o, en realidad, el dólar primero se acomodó en su nivel normal y luego, pese a ellos, empezó a subir? ¿Augura ese recorrido algún tiempo de tranquilidad? ¿O la crisis aún no terminó?
Pero todas esas dudas aluden a una situación coyuntural que el Gobierno está obligado a resolver de manera urgente, como si se tratara de un paciente cuya vida corre riesgo, de no ser operado. Luego está la enfermedad de fondo. La Argentina convive con monumentales déficits fiscales y comerciales, ambos más altos que en 2015. Es un lugar común de estos tiempos explicar que esos déficits se financian con endeudamiento. Hasta hace unas horas, los funcionarios subestimaban el dramatismo de esa situación. La ratio deuda/pbi era muy baja, había tiempo de sobra, en el 2020 las cosas se ordenarían muy sencillamente, cuando el mundo viera que esa relación caía. Además, el déficit comercial no era preocupante. ¿O Australia no creció durante años con déficit comercial?
¿Cuánta paciencia le tendrán a estos juegos de cifras los niños de los fondos de inversión, que han asumido un rol clave en este drama?
La tormenta de estos días reveló que los prestamistas tienen percepciones menos sutiles: salen a la disparada al primer estornudo, aun cuando efectivamente no sea el comportamiento racional. Puede que los técnicos de Hacienda tuvieran razón en un mundo normal. Pero los jóvenes de Wall Street han demostrado una y otra vez que sus reglas son otras, y se imponen en el mundo real: aman el dinero, odian el riesgo, les importan nada los power point de la academia. Es raro que un Gobierno con tantos financistas que volvieron al país por amor a la Patria no percibiera la volatilidad, para usar una palabra de moda.
En ese contexto, las proyecciones de Dujovne contienen cierta dosis de wishfull thinking. Parece que sólo se trataría de reducir el déficit de 3,2 a 2,7 del PBI. Pero resulta que con las tasas altas y la reducción de la obra pública, también deberán caer las proyecciones de crecimiento. Entonces, el ajuste debería ser mayor aún. ¿De cuánto? ¿Cuánta paciencia le tendrán a estos juegos de cifras los niños de los fondos de inversión, que han asumido un rol clave en este drama?
Este tipo de crisis son las que ponen a prueba la capacidad de liderazgo de un Presidente. Así de grave como suena todo, el Gobierno tiene aún múltiples herramientas para dar vuelta la situación. En abril de 1985, Raúl Alfonsín enfrentaba una crisis inflacionaria terminal. Logró controlarla con el Plan Austral y ganó las elecciones de octubre. En enero de 1991, Carlos Menem parecía arrinconado: relevó a medio gabinete, arrancó con el Plan de Convertibilidad y triunfó ese año, y hasta cuatro años después. Pero no será sencillo.
En los próximos días, por ejemplo, Macri deberá tomar una decisión que refleja la cantidad de dilemas que se le presentarán de ahora en más. Las petroleras quieren que aumente las naftas entre un 5 y un 10%. Aplicar eso a una sociedad asustada y que ya muestra claras señales de agotamiento respecto del modelo económico sería añadir aceite al fuego. Pero resulta que a su ministro de Energía, en medio de la borrachera del triunfo de octubre, se le ocurrió que el Gobierno dejara de controlar uno de los precios más sensibles de la economía. ¿Qué dirán "los mercados" si Macri retoma el control sobre ese precio? ¿Y qué dirá la sociedad si se rinde una vez más ante el reclamo de las petroleras?
Cualquiera que haya recorrido los despachos oficiales en los últimos 30 meses conoce la suficiencia con que los funcionarios minimizaban cualquier duda. Esa suficiencia es una de las vícitmas de estos días. "Subestimamos los efectos de la devaluación y las tarifas sobre los precios", dijo esta semana el secretario de Comercio Miguel Braun. Es como haber subestimado la ley de la gravedad, encima luego de que muchísima gente se los advirtiera. Ahora que giran hacia la ortodoxia, ¿calibrarán bien los efectos de sus medidas o irán a la bartola de nuevo? ¿Saben que, en realidad, quizá no sepan tanto?
Las petroleras quieren que aumente las naftas entre un 5 y un 10%
En medio de tanto ajetreo, quizá convenga releer un párrafo que se publicó en el año 2004 en la prestigiosa revista británica The Economist, una clásica defensora de las políticas ortodoxas, cuando reconoció las virtudes de los sistemas que controlan el flujo de capitales en lugar de abandonar a los países a los caprichos de los dueños de las finanzas. Dice así:
"El comercio libre, argumentamos siempre, genera prosperidad, fortalece la paz entre las naciones y es una parte indispensable de la libertad individual. Parece natural suponer que aquello que sirve para el comercio de bienes también es aplicable para el comercio de capital, en cuyo caso el control de capitales nos ofendería tan violentamente como, por dar un ejemplo, las cuotas en la importación de bananas. Los temas tienen mucho en común, pero no son lo mismo. Por más incoherente que parezca, los economistas liberales deberíamos reconocer que los controles de capitales -restringidos, en ciertos casos y solo de determinada manera- tienen un rol. ¿Por qué el comercio de capital es diferente del comercio de bienes? Por dos razones fundamentales. Primero, los mercados de capitales son propensos al error, mientras que los de bienes no lo son. Segundo, el castigo por grandes errores financieros puede ser draconiano y hiere a gente inocente".
Domingo, 6 de mayo de 2018